Ian Dallas ha publicado recientemente su último libro: The Engines of the Broken World. En él, el autor se sirve del mismo método empleado por Maquiavelo, usar la historia de Roma para descifrar la actualidad, para poner el estudio de la historia de vuelta al lugar que le corresponde. Esto significa que continúa con la tradición de los grandes historiadores, desde la antigüedad hasta hoy en día: Tucídides, Tácito, Lucano, Ibn Jaldún, Gibbon, Schiller, Mommsen, Froude, Carlyle, y que transmite a las generaciones venideras el discurso taciteano, que ha sido descartado de la mayoría de las currículos educativos.
El modelo estructural moderno de historia presenta los eventos simplemente como una narración pasiva de qué pasó, convirtiéndolo en algo casi irrelevante para el estudio, dado que no guarda relación con el momento presente. El discurso taciteano, en cambio, no inquiere solo en el qué pasó, sino en por qué pasó, y más importante, qué o quién lo hizo suceder. En palabras del autor, comentando sobre la obra de Tácito:
Si vivió en una época en la que las vastas estructuras creaban los hombres, tuvo que regresar al momento en el cual el hombre creó las estructuras –cómo y porqué–, llegó al quién de la cuestión.
El arco del libro es muy amplio, y un artículo o reseña literaria no le haría justicia, dado que requiere un estudio minucioso. Trata sobre la transición y transformación de la República en Imperio, la Pax Augusta y la necesaria devolución del individuo para permitirle aceptar la mentira que esto implicaba –república de nombre, pero dictadura en esencia–. Señala la oligarquía que siempre existió tras el gobierno de Roma y revela una pauta de poder. Esta pauta es luego utilizada para desenmascarar la oligarquía que ha regido el imperio británico y americano, y que continúa protegida tras la fachada de los políticos en un sistema numérico al borde del colapso. Durante todo el análisis, el autor se sirve Tácito, Salustio, Livio, Lucano y algunos historiadores modernos, especialmente Ronald Syme, para ilustrar su tesis. Ian Dallas deja muy claro que en el centro de la tragedia está el individuo. Se cuestiona el quién y el porqué, y termina con un excelente análisis de la poesía de Lucano, enunciando el corazón del asunto –que el individuo ha perdido la capacidad de llamar a las cosas por su nombre, de relacionar la palabra con lo mencionado y, en el centro de esto, su incapacidad de reconocer lo divino–. El autor finaliza el libro, en un último capítulo arrebatador, dejándonos con un soplo de aire fresco.
Dada la extensión de temas tratados en la obra y que sólo pueden ser entendidos después de una cuidadosa lectura, me gustaría centrarme en uno de los tópicos tocados en el libro: la Pax Augusta. Con esto me refiero al sistema establecido por Augusto después de la creación de una nueva oligarquía, que gobernará el Imperio de forma dictatorial detrás de la fachada de la República.
Augusto estableció su sistema bajo el simbolismo de su sello particular –la Esfinge−. Es difícil de creer que el Princeps ignorara su significado. Por el contrario, Augusto sabía exactamente lo que representaba: aquellos que no fuesen capaces de descifrar el acertijo serían matados y comidos por la Esfinge. También se puede considerar que Augusto se veía a sí mismo como Edipo, el héroe que en la tragedia griega resuelve el acertijo de la Esfinge y personifica el elemento que hace posible la transición de las antiguas prácticas religiosas a unas nuevas y el ascenso de los nuevos dioses del Olimpo.
La elección de la Esfinge como su sello personal revela varios aspectos del carácter de Augusto. La Esfinge era traicionera y despiadada; aun así guardaba la entrada de la ciudad de Tebas. La crueldad era necesaria para asegurar que solo aquellos que fuesen bienintencionados pudieran entrar; la Esfinge protegía la ciudad. En consecuencia, podemos deducir que Augusto se consideraba como el protector de Roma. Augusto encarnaba a Edipo y a la Esfinge al mismo tiempo; Edipo, porque había descifrado el enigma y establecido un nuevo orden, y la Esfinge, en el papel de protector.
La pregunta que surge entonces es: ¿cuál era el enigma que había que descifrar para no ser matados y devorados por Augusto? La respuesta la encontramos en el propio Augusto y el régimen que estableció. Pretendió haber revivido la República, pero estableció una monarquía. La paradoja se vuelve clara si observamos a su sucesor; ¿cómo es posible que el poder sea heredado, de Augusto a Tiberio, y aun así pretender ser un República? Esto era posible porque Augusto, y la oligarquía cómplice en el poder, habían creado un nuevo Estado, que no era una república. Usaba la terminología de la Republica, incluso mantenía muchos de sus elementos, como el Senado; pero la base del poder se había movido. El proceso para tomar decisiones no sucedía ya en el foro público con el senado, sino en los despachos privados de Augusto.
El enigma en consecuencia era que si uno no era capaz de ver lo que estaba pasando, si se creía que aún era posible vivir de acuerdo al viejo ideal de la República y luchar por él, entonces uno era matado y devorado.
Pax Augusta es el nombre dado por los historiadores al periodo de tiempo entre el 27 BC y el 180 AD. Las implicaciones son de un periodo de paz y tranquilidad en el que Roma prosperó. Pero lo que en realidad sucedió durante ese tiempo fue un colapso absoluto del modelo y valores del comportamiento romano, el establecimiento de un sistema basado en el engaño por Augusto, una República que es en esencia una dictadura militar, y el final de la política. En palabras de Ian Dallas:
Un proceso devolucionario se había puesto en marcha y cuando hubo alcanzado su lógica deconstrucción política, había llegado, por la misma razón, a un tipo de hombre muy diferente.
El tipo de hombre al que el autor se refiere ha sido mencionado previamente en el libro:
Algo había ocurrido. No eran los sucesos. No eran los actores individuales en la escena. No era inmortalidad. Una dislocación del locus de experiencia interna había –durante el gran espacio de tiempo, de Sulla a Augustus (del dictador original al dictador absoluto)− ocurrido, que era más profunda que los actos de esclavización. El ciudadano romano, hijo de la República, había sido esclavizado, pero no era la condición de esclavo del gladiador. Espartaco se podía revelar, pero el ciudadano no. Esto constituía un nuevo logro, la creación de un esclavo obediente, a todas luces libre, disfrutando el circo y el espectáculo. Aquí, nuestra especie contemporánea nació.
La raíz de esta esclavización virtual, con las muy reales consecuencia existenciales para el ciudadano romano, es lo que, en terminología médica, se puede llamar esquizofrenia. Esto es porque el individuo, incapaz de lidiar con la realidad que le rodea, crea una realidad alternativa y se absorbe en ella. Cuando la misma circunstancia se da a un nivel que afecta a toda la sociedad, se puede llamar esquizofrenia social. Esto significa que la sociedad romana, las masas tanto como la oligarquía, incapaces de aceptar la realidad de que vivían bajo una dictadura, preferían creer en el engaño de la República y vivir bajo una mentira. La única cura para la persona afectada de esquizofrenia es hacerle ver la diferencia entre lo que es real y lo que no lo es, o lo que es lo mismo, llamar a las cosas por su nombre.
Artículo publicado en Islam Hoy – Libro editado en español por Madrasa Editorial
Sé el primero en comentar