En un día normal en circunstancias normales yo no habría cogido el tren. En ciertos países coger el tren sigue siendo algo que solo hace la gente pobre. Quizás sea porque en el momento en el que se va la luz no es seguro, o porque a ciertas horas hay tanta gente que si quisieras agacharte a coger algo probablemente no pudieras levantarte. A esas horas el olor de la gente que viene de trabajar, mezclado con la colonia barata y el olor que desprende la comida rápida que alguien está ingiriendo, se mezclan para crear una excitante fragancia a suburbio. Un delicioso olor que practicamente te embriaga y crea una psicodélica atmósfera.
Pero hay veces que es en estos lugares donde uno encuentra las mayores cualidades en las personas más inesperadas.
Como decía, yo no hubiese cogido el tren, al menos no a esa hora y no ese día, y, si no hubiese sido por un cúmulo de inesperadas circunstancias que me llevaron allí, probablemente me hubiese perdido una de esas lecciones maestras que te da la vida. Es curioso que donde más aprendemos es casi siempre de donde menos lo esperamos.
Compré mi billete para primera clase después de hacer una larga cola. La única diferencia apreciable a simple vista entre primera y segunda clase es que en primera las puertas llegan a cerrarse y en segunda la cantidad de gente que hay lo impide.
Una vez conseguí sentarme saqué mi libro para intentar, con un poco de lectura inteligente, ausentarme de esa situación. Pero pronto me di por vencido y me dedique a ojear las páginas por encima.
En la primera parada, entre la muchedumbre de gente que subió al tren, había un hombre que llamó poderosamente mi atención. Era un hombre negro, mayor pero no viejo. Vestía un sencillo y gastado traje y un gorro de fieltro. En la mano derecha sostenía un bastón de madera. Pero fue su cara lo que más me impresionó.
Su rostro denotaba dos cosas: nobleza y bondad. La mandíbula ancha, la amplia frente, los pequeños ojos como escondidos en la cara y la poderosa pero bien formada nariz eran las señales por las que su portador enseñaba al mundo quien era.
Casi hipnotizado por la fuerza que irradiaba su presencia me levante para que él pudiera sentarse. Cruzamos una breve mirada y al sonreírme las arrugas de su frente se agravaron un poco para incrementar en lo posible ese aire de nobleza suyo.
Estando de pie me di cuenta de que, al parecer, nadie más que yo se había fijado en el hombre que acababa de subir, era como si para todos ellos no fuese más que otro anciano viajando en tren.
El tren volvió a parar y por suerte esta vez se apeó más gente de la que subió. Eso, entre otras cosas, permitió que quedaran un par de asientos libres al lado del hombre al que yo había cedido mi sitio, pero antes de que me diese cuenta ya estaban ocupados por dos dicharacheras quinceañeras que hablaban alegremente mientras sorbían una de bebida de un color verde químico, la cual, arrojada al mar, hubiese causado serios problemas al que lo hiciera con el gobierno por vertido ilegal de líquidos radiactivos.
A la vez que el tren se volvía a poner en marcha y justo cuando las puertas se estaban cerrando un vendedor saltó dentro consiguiendo a duras penas meter su mercancía sin que se le derramase. Al momento de subir ya estaba anunciando a viva voz que vendía los mejores chocolates al mejor precio. Y ciertamente que era el mejor precio que yo había escuchado pero dudo mucho que fuese la misma calidad.
Poca gente compró pues nadie parecía muy convencido, por eso me sorprendió ver come el hombre mayor sacaba un par de monedas y le compraba dos chocolates. Pero aún me sorprendió más ver como les ofrecía los chocolates a las dos chicas sentadas a su lado. Ellas al principio lo miraron extrañadas de que un desconocido les ofreciera algo, pero convencidas por una honesta mirada lo aceptaron dándole las gracias. El hombre sonrió y volvió a recostarse sobre el duro asiento entornando los ojos.
Si nadie había reparado en lo que acaba de suceder, yo en cambio no podía dejar de pensar en ello. El rostro del hombre no mentía al dejar intuir la naturaleza de su portador.
Al llegar a la siguiente estación el vendedor de chocolates, las dos chicas y un buen número de personas se bajaron del tren, ahora casi se podía andar por el pasillo central. Pero no quedaron asientos libres y yo seguía de pie en una mezcla de incomodidad e incapacidad para moverme por que no quería perder de vista al hombre del traje y bastón.
Del fondo del vagón surgió una voz que entonaba una suave canción popular, una voz de hombre un tanto gastada. Al mirar hacia donde procedía vi cómo un hombre ciego andaba por el pasillo cantando a la vez que sostenía una taza metálica en una de las manos. Casi sistemáticamente la gente lo miraba y apartaba la vista para no sentirse obligados a tener que dejar alguna moneda.
Buscando en los bolsillos del traje posiblemente la última de las monedas que tenía, el hombre del traje fue el único que, al llegar a su altura, dejó un par de monedas en la taza. Inmediatamente yo empecé a buscar en mis bolsillos cualquier cosa que echar, pero fue absolutamente inútil. No pudiendo imitarle intenté esconderme para que mi vergüenza no me delatara.
En la siguiente parada, apoyándose en su bastón, aunque posiblemente no lo necesitase, el hombre se bajó del tren con el mismo aire de humilde nobleza con el que había subido. Su lugar fue inmediatamente ocupado por un gordo hombre blanco al que casi me dio asco mirar a la cara.
Yo permanecí en el tren aún algunas paradas más reflexionando sobre lo que acababa de presenciar y pensando si la providencia no nos pone en las situaciones más inesperadas precisamente para que de ellas saquemos los conocimientos más profundos.
Fuese como fuese, a partir de ese día, cada vez que viajo en tren, a pesar de que procuro evitarlo lo más posible, siempre lo hago expectante de volver a ver al hombre del gastado traje, el sombrero de fieltro y el bastón de madera para poder darle las gracias.
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