Un par de semanas antes de emprender un viaje que me llevaría por tres países y numerosas ciudades me encontraba en Cape Town, mi lugar de residencia habitual. Era jueves y en esos días tengo por costumbre asistir a los conciertos de música clásica a cargo de la orquesta local. Siguiendo también mi costumbre, llamé a uno de esos pocos compañeros con los que se pueden compartir placeres tan sutiles como el de la música, para ver si tenía intención de asistir. Para mi grata sorpresa, una vez nos encontramos allí, me había traído de regalo un puro. Pero no era un puro cualquiera, era un Robaina Doble Corona. Para los no muy doctos en el mundo del puro, un Doble Corona es un puro con el que, en palabras de mi compañero, se podría dirigir la orquesta. Guardé el puro en el bolsillo de mi chaqueta con la firme intención de fumármelo en cuanto lo ocasión lo permitiese y nos sentamos a disfrutar de la música.
Las dos semanas que siguieron a este concierto estuvieron llenas de preparativos, incluyendo otro concierto. Y a pesar de que en más de una ocasión estuve a punto de conseguir fumarme dicho puro, me fue imposible. No porque no quisiera, sino porque cada vez que se presentaba una ocasión propicia había algún factor que me lo impedía. En una ocasión, estando preparado para encenderlo, alguien insistió en que no lo hiciese puesto que la velada corría a su cargo y también los puros. Un poco desilusionado pero no desagradecido lo guardé. Un puro es un poco como una espada samurái, una vez desenfundada hay que usarla. En otra ocasión se me olvidó en la casa y no lo pude fumar cuando hubiese sido adecuado hacerlo. Un puro tiene dos facetas, la pública y la privada. Hay puros que uno gusta de fumar a solas y disfrutar de ellos como de una mujer hermosa, con la que el simple hecho de estar en su compañía es suficiente. En cambio, hay otros puros que son sociales y para los que la compañía de otros es, no necesaria, sino imprescindible. Este puro pertenecía a la segunda clase y habérmelo fumado a solas hubiese sido casi un crimen.
Una vez llegado el día en el que volaba hacia España decidí que lo mejor era llevarlo conmigo y ver si tenía mejor suerte en distintas tierras. He de decir que casi todo el viaje fui un poco preocupado de cómo mantener el puro en las mejores condiciones, desde luego lo llevaba en el equipaje de mano. Como quería tener la oportunidad de fumar un puro con mi padre, no solamente por el hecho de fumar, sino porque con un puro en la mano las conversaciones toman otro cariz, pensé que esa sería una buena ocasión. Una vez, hablando con un compañero a quien tengo mucho aprecio, cuando le comenté el significado que para mí tenía el compartir una comida con alguien comiendo del mismo plato, me respondió que para él fumar un puro con alguien tenía un valor muy similar.
En Sevilla los días pasaron lentos. El cambio de estación y horario hicieron que me costase acostumbrarme al lugar. En los largos desplazamientos con tan poco tiempo de por medio siempre pienso que hay una parte de nosotros que tarda en llegar, y que hasta que no pasan unos días no estamos completos. Hacía casi dos años que no visitaba Sevilla y el reencuentro con la familia y el lugar, a pesar de no ser siempre fácil, sí fue muy gratificante.
El puro seguía esperando que llegase su momento, pero una vez más parecía que ese momento aun no había llegado. No quiere decir esto que no tuviese la oportunidad de encender uno con mi padre, sino que una vez más la ocasión se resistía. Por similares razones a las que no lo había fumado en Cape Town tampoco lo hice en Sevilla.
Aun así, he de decir que ahora entiendo perfectamente el hecho de que invitar a alguien a un puro y fumarlo a solas con él pueda tener ese significado al que mi compañero se refería.
Cuando el día en el que dejaba Sevilla para ir a Fez llegó, me encontré que el puro, aunque no en las condiciones ideales, viajaba conmigo. Era una de esas tardes frías de invierno y el aeropuerto se me antojó extrañamente inhóspito. Quizá fuese porque estaba dejando Sevilla cuando empezaba a encontrarme a gusto allí. Pero aun así no encontraba en mí tristeza, sino agradecimiento por el tiempo pasado y un ligero nerviosismo y excitación por lo que me esperaba. Hacía muchos años que no iba a Marruecos y todas las cosas que tenía intención de hacer allí se me antojaban agradables. Y entre ellas estaba, por supuesto, fumarme el puro.
El vuelo fue más parecido al transporte de presos que al servicio ofrecido por una aerolínea comercial, pero tampoco puede uno quejarse por el precio al que se ofrecen los billetes. Esa fue una de las cosas que me llamó la atención cuando llegué a España, la facilidad con la que la gente se mueve por Europa. Una vez en el aeropuerto de Fez y conseguido el transporte hasta la casa a la que iba, ese nerviosismo desapareció. Aquello que antes se me antojaba agradable ahora se empezaba a convertir en realidad.
Y he aquí que me encontraba en la puerta de la casa donde los jóvenes con los que iba a pasar unas cuantas semanas vivían, con las maletas en la mano y el puro dentro de ellas. Después del primer abrazo y la primera bienvenida, que fue de mi primo, alguien a quien conocía de Cape Town se me acercó, y no habiendo yo todavía entrado en la casa, sino que me encontraba aun en el portal, me pregunto: “¿Has traído puros?”. Y de repente la aventura del puro junto a mí, desde que me lo regalaron hasta que llegué a Fez, cobró sentido. Yo no llevaba más puro que ese, y sabía que quien me había preguntado era un gran aficionado, también sabía que en Marruecos no es fácil encontrar buenos puros y que cada vez que alguien venía de fuera le solía traer alguno. En ese momento supe que desde que me lo regalaron hasta que llegué allí yo solo había sido el cuidador, quien se había encargado de llevarlo de un sitio a otro hasta que llegó a su dueño y, que desde un principio, tenía su nombre escrito. Por eso no me lo había podido fumar.
“Sí” le respondí, “traigo uno para ti”. “Entonces puedes entrar” me dijo con una gran sonrisa.
Escrito relato fue escrito en 2011
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